Nuestra Constitución reconoce como derecho fundamental el libre desarrollo de la personalidad, siendo una de sus principales manifestaciones la posibilidad de constituir uniones de hecho protegibles por la ley. Éstas se definen por el Tribunal Supremo como ‘la coexistencia diaria, estable y permanente, practicada de forma externa y pública, creándose una comunidad de vida amplia de intereses y fines, en el núcleo de un mismo hogar’.
Quienes optan por esta ‘unión’ o situación extramatrimonial, que aparece por la mera voluntad de los interesados, precisamente para eludir las formalidades, los efectos y las consecuencias propias matrimonio, al estar configuradas como ‘hechos’, en contraposición a los ‘derechos’, carecerían de las facultades propias e inherentes a estos últimos, de hacer y exigir todo lo que la Ley o la Autoridad establecen a nuestro favor.
Es precisamente su naturaleza lo que determina que no exista una normativa a nivel estatal de las convivencias ‘more uxorio’, por lo que hay que acudir a las diversas leyes autonómicas que sí regulan sus efectos jurídicos, siempre y cuando estas uniones estén ‘regladas’, es decir, formalizadas mediante la inscripción en el registro correspondiente, previo cumplimiento de una convivencia permanente en el tiempo, cuya duración varía según el lugar de residencia. Esta falta de unanimidad legislativa se traduce muchas veces en prestaciones desiguales para los ciudadanos en función de su vecindad o domicilio, pues hay diferencias significativas principalmente en cuestiones fiscales, de liquidación del patrimonio común y de tipo sucesorio que pasamos a ver.
En nuestro código civil, que rige en los territorios de derecho común, donde no hay leyes forales, el cónyuge viudo tiene reconocida su legítima, que es un derecho de usufructo, y su cuantía varía según los familiares con quienes concurra: si lo hace con descendientes, se le atribuye el usufructo de un tercio; si lo hace con ascendientes, de una mitad; y si no existen ni unos ni otros, se le asigna el usufructo de dos terceras partes de la herencia. Además en el supuesto de no haberse otorgado testamento es llamado en tercer lugar como heredero, en defecto de los hijos o nietos y padres o abuelos del causante. En cambio, los convivientes de las parejas de hecho carecen de derechos hereditarios, legitimarios o intestados, por lo tanto sólo podrán tenerlos a través de testamento, cuya conveniencia es indiscutible ya que se articula como el único medio para que la pareja del fallecido pueda heredarle, siempre y cuando ésta sea su voluntad debidamente manifestada ante Notario.
En las Comunidades Autónomas, como ya hemos dicho, las soluciones son distintas y expuestas a ciertas vacilaciones e incertidumbres, pues su legislación es cambiante según la tendencia política, y así podemos distinguir algunas que equiparan plenamente los matrimonios y las uniones de hecho, como es el caso de País Vasco, Galicia o Islas Baleares, de aquellas regiones que les reconocen sólo algunas de sus especialidades. A modo de ejemplo;
– en Aragón se atribuye a la pareja de hecho sobreviviente el derecho al ajuar doméstico (muebles y enseres, exceptuando objetos de extraordinario valor), y el derecho de residencia en la vivienda habitual cuya propiedad fuera del fallecido por el plazo de un año.
– En Cataluña, además del derecho al ajuar y a la residencia, llamado año de viudedad o ‘any de plor’, se les reconoce el derecho a la cuarta vidual, esto es a una cuarta parte de la herencia si carece de bienes propios para su sustento.
Finalmente es destacable que en la Comunidad Valenciana la legislación sobre las uniones de hecho, que reconocía al miembro de la pareja sobreviviente la misma posición que legalmente corresponde el cónyuge viudo, ha sido anulada recientemente por el Tribunal Constitucional.